La Mirada Tragicómica de “La Gran Guerra”
Mario Monicelli es probablemente el realizador más brillante de los pertenecientes a una generación de cineastas italianos que comienzan a trabajar en el cine algo después del final de la segunda guerra mundial —algo después, por tanto, del surgimiento del neorrealismo— y que se constituyen en impulsores de la comedia italiana que tan excelentes obras dio al cine italiano en las décadas de los 50 y 60. Ya sea desde este marco genérico, ya desde otros presupuestos creativos, como los representados por cineastas como Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini o Valerio Zurlini, entre muchos otros, no se pretende tanto la superación de los postulados neorrealistas como un desarrollo de los mismos, dar una respuesta cinematográfica diferente a una situación histórica también bastante diferente, la de un país que se recompone tras los horrores del fascismo y la derrota bélica, que entra no sin cierta brusquedad en un rápido proceso de crecimiento económico y de trascendentales transformaciones sociales. En este contexto aparece La gran guerra (1959), una de las mejores muestras de la capacidad de Monicelli para combinar la comedia con altas dosis de profundidad en la crítica social, desplegando además una inusitada elegancia formal, lo que la convierten no sólo en la que probablemente es la más lograda obra de su autor, sino en una de las películas más señeras de esta época postneorrealista.
El humor y la tragedia conviven inseparablemente en La gran guerra, con frecuencia incluso en el mismo plano. No se sabe bien si el film es una comedia narrada trágicamente o una tragedia contada con humor. No obstante, a lo largo de la película lo trágico va ganando posiciones a lo cómico, la sonrisa se va congelando progresiva e indefectiblemente en una mueca de espanto, a lo que sin duda contribuye la sequedad con que Monicelli registra los acontecimientos, a la ausencia de retórica y sentimentalismo con que los filma, a la inmediatez de su puesta en escena. Sobresalen algunos momentos de gran crudeza en los cuales Monicelli demuestra una poderosa fuerza visual y una enorme capacidad de sugerencia sin cargar nunca las tintas: son inolvidables imágenes como la de la mano del soldado muerto que, como una macabra lápida humana, sobresale de la tierra en un gesto desgarrado que intuimos no sin pavor como indicio de un intento desesperado de escapar de una muerte inminente e inevitable; el fantasmal carro que recorre la noche conducido por un cadáver, imagen que parece sacada del cine fantástico más inquietante; o el angustioso plano del soldado atrapado mortalmente entre las alambradas ante la impotencia de sus compañeros...
El film está narrado en sucesivos episodios —introducidos por los versos iniciales de tristes canciones militares— en que los dos desgraciados protagonistas, los soldados Oreste Jacovacci (Alberto Sordi) y Giovanni Busacca (Vittorio Gassman), viven diferentes aventuras provocadas por sus deseos de librarse de los peligros de la contienda —reforzando con esta estructura episódica el ya evidente paralelismo de La gran guerra con la literatura picaresca—, trazando su argumento un recorrido fatídico que, coherentemente con el implacable discurso antimilitarista del film, lleva de la oficina de reclutamiento a la muerte.
Un elemento esencial de la puesta en escena de Monicelli en esta película reside en el inteligente uso del plano secuencia, obteniendo simultáneamente un extraordinario partido del formato scope: véase, por ejemplo, al final del film, el plano general en que la cámara recoge a los dos soldados en ambos extremos del encuadre, marcando la distancia que hay en ese momento entre ellos, y dentro del mismo plano, la cámara se acerca a ellos en el momento en que la conciencia de la posibilidad de una muerte inmediata aproxima también a los dos conmovedores protagonistas del film; o el terrible momento en que ante las palabras del oficial comunicando por teléfono a sus superiores que se ha logrado el objetivo de la batalla recién concluida, la cámara realiza una panorámica que muestra cuál ha sido el mortal precio de esa triste victoria.
En La gran guerra los únicos actos heroicos se realizan por imposición o por necesidad —como hace el soldado Bordin (Folco Lulli) con el fin de obtener un dinero suplementario para mantener a su familia—. Los soldados luchan en la guerra obligados o engañados —hasta el soldado que recibe unas cartas de su novia escritas por el párroco y que le lee el teniente Gallina (Romolo Valli), vive engañado acerca de esta relación, otro ejemplo más de lo que era en principio un elemento cómico del film transformado durante su desarrollo en patético—. El antibelicismo del film no puede ser más despiadado, sin necesidad de apelar a panfletarios discursos ni a maniqueísmos reduccionistas, simplemente recurriendo a la vía del absurdo (recurso muy coherente cuando se habla de guerra) y a la sutil valoración de los detalles reveladores del horror y las miserias de la guerra.
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